Frank Mayer
Por Dexsö Kosztolányi, Hungría - Interpretado e ilustrado por Frank Mayer – Revisado por Salvador Aldeguer

El esclavo

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© Nicolas Sphicas Artists Rights Society (ARS),
New York / ADAGP, Paris

La historia

Una tarde mi padre regresó a casa con una cara sonriente.

Enseguida se dirigió a mí y levantando su dedo índice, dijo:

¡Mañana irás a casa de la familia Tras. El Coronel te ha encargado que seas el profesor particular de su hijo Aladár!

Al día siguiente y con el corazón latiendo llamé a la puerta principal de madera noble de la lujosa mansión de mi nuevo alumno.

Me abrió Aladár y me estrechó su pálida mano de mala gana, pero transcurrida una media hora ya nos habíamos hecho amigos.

Desde aquel día, cada tarde le visitaba y me sentaba junto a su cama, charlando sobre Dios y el mundo y escuchando la música clásica, que sonaba en la radio.

Uno de aquellos días tan aburridos, Aladár cogió un valioso juego de ajedrez de cinc y me enseñó a jugar.

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Toda la fuerza de la voluntad de vivir, fluyó del ajedrez por parte del enfermo aquejado de fiebre alta.

Pronto me contagié de esta pasión y no pasó una semana, sin que yo le ganara como quise.

No nos aburrimos por mucho tiempo, nuestras caras enrojecieron, la suya por ambición y la mía por pudor.

De esta forma, sin darme cuenta me convertí en un esclavo de aquella casa.

Toda la familia me trataba con una cortesía fría y arrogante.

Pronto llegó el momento, seguramente a raíz de las lamentaciones de su hijo enfermizo, que su madre me exigiera que le dejara ganar a fin de levantar su moral maltrecha y que no siguiera cayendo en más depresiones.

Entonces, no me quedó más remedio.

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Pintura © Sergio Alessandro Ughi

Se entendió por sí solo que hiciera los deberes para Aladár en el colegio, a donde acudió con muchas interrupciones, dada su debilidad por ser un enfermo crónico.

FotoUn día pronosticaron los médicos, que Aladár ya no sobreviviera y pronto llegará su final.

No obstante y seguramente con esta certeza, mi alumno se aferró a las partidas de ajedrez, que se las dejé ganar.

Por supuesto, seguí desempeñando el triste papel del payaso para contentar al moribundo.

Sin embargo, en mi casa lloré de rabia, decepción y la renuncia a mí mismo ante esta humillación que padecía día a día.

Ocurrió en las últimas tardes de la vida de Aladár, por enésima vez estuvimos jugando una partida de ajedrez y moví las piezas sin plan preconcebido por el tablero para facilitarle la victoria a mi contrario.

Parece que por las dificultades al no encontrar el camino correcto para llevar a un buen fin la partida, mi alumno, ya casi convertido en un esqueleto, saltó de su cama y me gritó:

¡No te toca ganar! Siempre debo ganar yo por ser superior a ti en tu juego!

Al mismo tiempo y con todas las fuerzas que le quedaban, me dio una fuerte bofetada.

Me sentí frente a él como un muñeco de paja, un títere, un siervo y un esclavo.

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Pintura © Igor Gorin

Aunque mi adversario era de familia aristócrata, de repente me hice recordar mi humilde procedencia y empecé a rebelarme en mi interior contra mí mismo.

Me sacudí el yugo de la humildad e independientemente de las consecuencias, tomé una decisión desesperada y comencé a jugar con frialdad, reflexión y concentración.

No faltaban tres jugadas, ya disponía de una posición favorable.

Mis torres estaban firmemente colocadas, los alfiles atentos, los caballos todo oídos – cada pieza se convirtió en la encarnación de un pensamiento triunfador.

Levanté mi frente y mi mano hizo un puño.

Mientras tanto, Aladár proclamó: “¡Jaque!” y su madre sonrió felizmente.

Hice una jugada evasiva, el último paso de un esclavo.

Cuando me tocó nuevamente mover, lancé – ciego por la sangre que se disparó en mi cerebro y emborrachado de excitación – un grito de alegría:

¡Jaque mate!

Y avancé lentamente un peón…….

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Por Dexsö Kosztolányi, Hungría

Interpretado e ilustrado por Frank Mayer – revisado por Salvador Aldeguer

Barcelona, enero de 2009

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